¡AIRE!

Este poema es el relato de una mujer que un día se detuvo. Que abrió las puertas y las ventanas no sólo de su casa, sino de su alma, y dejó entrar la vida con todos sus aromas y brisas nuevas. Ya no le bastaba con mirar: necesitaba sentir, reconocerse, respirar.
Y lo hizo.

En estos versos no hay súplica, hay acción. No hay sólo deseo, hay certeza. Lo urgente se vuelve posible, y lo posible se transforma en presente vivido. Porque quien ha vivido días de oscuridad sabe que el aire no siempre llega solo: a veces hay que abrirse paso hasta él, despejar el miedo y dejarse empapar por la luz.

¡AIRE! es un canto a ese momento en el que se elige vivir de verdad, sin perder nada, sabiendo que cada mañana nos pertenece. Porque no hay mayor vivir que saberse depositaria de una misma.

¡AIRE!

¡Abrió las puertas, las ventanas!
La brisa bañó su casa
con olores de esperanzas!


Desnudó su ser sin temer nada,
sin pensar en vergüenzas,
sin sentirse juzgada.

¡No podía más!
Su alma cansada,
teñida de negruras,
marcaba caminos
entre la luz o la locura.

¡Debía parar!
Para no sólo ver, para observar,
para sentir el movimiento
que ronda alrededor de la vida,
jugando con lo efímero,
con lo que sólo dura segundos:
el vuelo de mariposas,
una mirada fugaz,
la caída lenta de una hoja
al compás de valses sin inventar.

¡Le urgía respirar!
Necesitaba aire limpio,
el flujo del rocío fresco
que regara con sus gotas
su alma escondida detrás.
¡No dejaría que se escondiera más!
Su cara debía ser
el alma de ese espejo
al que debía mirar,
para saberse cierta,
para marcar su compás.

Dejó empapar el cristal de su amanecer
con ilusión y risa franca,
sintió su piel erizada
sin temores de ayer,
sin medir cada uno de los pasos que daba.

Hoy vive sin perder nada,
sabiéndose depositaria
de cada una de sus mañanas.

© María Bueno, 2025 – Todos los derechos reservados.